texto EDUARDO SABUGAL
¿Qué sería de nosotros sin la memoria? ¿Cómo se inscribiría nuestra historia sin la historia de los otros? Somos lo que somos, quizá, porque formamos parte de un trazo o una mancha de un dibujo muy grande y extenso que nunca alcanzamos a ver en su totalidad o en su completitud. Estamos hechos del mismo carbón, la misma tinta, con la que fueron dibujados nuestros ancestros, y los hermanos adoptivos de nuestros ancestros.
Dicen que Picasso decía, “yo no busco, encuentro”, y la película Josep, del año 2020, incluida en la 11º edición de My French Film Festival realizada por el dibujante gráfico francés Aurel, justo logra el efecto humano, demasiado humano, del encuentro. La búsqueda iniciada con un lápiz sobre una hoja de papel, la búsqueda en los trazos hechos rápidamente, casi con las vísceras y el corazón más que con las manos, la búsqueda recomenzada una y otra vez en líneas que se vuelven rostros y cuerpos, y la búsqueda de un cineasta que dibuja o de un dibujante que cinematiza, desemboca en un encuentro amoroso.
Porque el amor al otro, hay que decirlo, triunfa sobre la historia negra, el amor fraterno, el amor a esa mujer que partió en un tren huyendo de la guerra, el amor a ese desconocido que parte un trozo de pan y lo comparte, o el amor que profesa ese gendarme extranjero que nos tiende la mano en lugar de violentarnos, que nos regala lápiz y papel, y nos ayuda a seguir respirando, el amor a ese otro que tiene un color de piel distinto al mío y sin embargo siente mi mismo dolor y huye de las mismas balas.
La eficacia narrativa de este filme, además de los cuidados fotogramas realizados como un bello homenaje plástico, se vale narratológicamente de un retorno al pasado, un flashback intermitente y paulatino, provocado por el recuerdo de un anciano en su cama de enfermo y el diálogo que establece con su nieto. Se aclaran misterios, nombres, un historia enterrada, que está a punto de perderse. El encuentro del nieto con su abuelo, a través de la remembranza, es también el encuentro de dos viejos amigos.
El encuentro del “otro” y el amor al prójimo, viejos temas a los que logra regresar la historia animada de Aurel, siguen siendo los mismos grandes temas de siempre, quizá los únicos verdaderamente importantes. El “otro” que históricamente condenamos a la persecución, al confinamiento y a la muerte, reaparece en las ilustraciones de este conmovedor filme como un verdadero “otro”, es decir, como un semejante, restituyéndole su humanidad, tal y como seguramente también se recomponía en los bocetos garabateados en la oscuridad por la mano de Bartolí.
Este largometraje, tributo al arte del dibujo, logra la feliz transfiguración de convertir a los seres humanos extraños y distantes, en la única oportunidad real, para seguir siendo humanos. Igualdad, fraternidad, libertad, no como mera retórica o conceptos abstractos, sino como un hacer humano, cotidiano, genuino, un hacer codo con codo, en las situaciones límite que impone la miseria, el hambre y la guerra. La película es de alguna manera un canto a la libertad y a la solidaridad, una apología de la amistad que trasciende fronteras, nacionalidades y tiempos. La vida del sindicalista, escenógrafo y artista plástico barcelonés Josep Bartolí es solo un espejo, trágico y hermoso, que nos va revelando un rostro humano, tan distinto y semejante como el propio rostro.
La dosis de denuncia que tiene la cinta implica un recuento histórico de lo que fue el viacrucis de muchos españoles y españolas, republicanos o no, anarquistas, socialistas o comunistas, que tuvieron que sobrevivir casi de milagro en su éxodo de transterrados. Pero ese ajuste de cuentas con el pasado que aparece en el guion no agota el impulso de la película, pues aunque es sumamente importante el contexto histórico e ideológico, la historia se centra más en el acto heroico de un gesto amoroso, que un hombre, pese a todo, tuvo el coraje de realizar.
La conexión del realizador francés con el artista catalán pareciera que tiene que ver con el dibujo, con el arte de los lápices y la mímesis, pero eso es sólo el comienzo, porque la cinta es más que un tributo estético, pues se trata, de alguna manera, del recuento de otro tipo de conexiones. La conexión, por ejemplo, que un nieto tiene con su abuelo, a través de la palabra y la memoria, y aunque estamos ante una escena aparentemente cotidiana, el joven aburrido que tiene que cuidar al hombre viejo y enfermo, de pronto, mediante una analepsis que termina siendo el momento de estímulo, regresamos de nuevo al mes de febrero de 1939 y a los campos de refugiados en Francia, a los desastres de la Guerra que ya no son los de Goya sino los de la Guerra Civil Española, a sus secuelas, al exilio de miles de personas.
La curva dramática está centrada en el personaje pivote, el combativo dibujante y artista plástico Josep Bartolí, cuya obra terminaría siendo expuesta en Nueva York, muchos años después, pero esa historia está inserta dentro de otra historia negra que a veces se quiere olvidar o desdibujar, la de aquellos campos de internamiento en donde los refugiados republicanos, como los que también tuvieron que buscar asilo en África del Norte, esperaban tortuosamente a que algún país les abriera las puertas o bien a que las autoridades francesas les concedieran finalmente la residencia en Francia.
Pese a toda esa maquinaria negra de exterminio que significó el fascismo en Europa, pese al miedo, la hambruna, los alambres de púas que convertían en animales a los hombres y mujeres acorralados, pese a la desesperación del que se queda de pronto, sin comida, sin lápiz, sin papel, sin fuego, sin país, pese a todo ese pasaje oscuro en la vida del dibujante que retrata muy bien la historia del film, siempre hay una luz valerosa, digna, llena de estoicismo y humanidad, una fuerza luminosa que siempre logra erigirse como una flor o un candelero.
Como en la canción del Chicho Sánchez Ferlosio, “Gallo negro gallo rojo”, la historia que cuenta Josep recuerda que aunque el gallo negro era grande, el rojo era valiente. Y que el cantar que cantó el gallo Bartolí no lo borró el viento. Hay un tratamiento en los acontecimientos narrados que permite poner siempre en foco la valía de la amistad, sin caer en tonos sentimentalistas o cursis. Incluso en el pequeño homenaje a México, a través del personaje de Frida Kahlo y su relación amorosa con Bartolí, se puede apreciar ese énfasis profundo en la amistad, en el poder que tiene el amor para que alguien no abandone su obra y no sucumba a la desesperanza en tiempos aciagos.
La película Josep es, además de un ejercicio memorioso que hace justicia a un pasado convertido en cicatriz, un canto contra el desencanto, pues consigue que volvamos a dibujar lo que el viento se empeñó en borrar.
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