sábado, 14 de noviembre de 2020

The old man & the gun: el otro cine independiente norteamericano y la última nota brillante de Robert Redford

texto JUAN JOSÉ ANTUNA ORTIZ

Hablar del cine independiente norteamericano de la última década no es sólo hablar del gran cobijo que ha recibido por parte de la productora A24, o de ser ese cine que irrumpe con las normas establecidas hasta el siglo pasado estética y narrativamente, una cuestión cada vez más abierta y libre para el espectador, o mejor dicho: ya no es tan fácil sorprender al espectador por estas cuestiones, hoy día un gran sector del público que busca en el cine un arte como tal, más que un entretenimiento, busca por sobre todas las cosas novedosas que el nuevo siglo y sus nuevas tecnologías han traído, una buena historia.

Uno de estos directores que ponen énfasis y atención a la parte medular de la película, que es la historia, y además saberla contar correctamente, es David Lowery. Su bagaje en el cine comienza en el año 2000 con 20 años de edad, y durante los primeros diez años fue muy activo en cuanto a la realización de cortometrajes, hasta que en el 2010 estrenó su ópera prima: St. Nick, un tropiezo más que un buen comienzo, según comentarios de prensa cinematográfica en Estados Unidos.

Luego de realizar varios cortometrajes en los siguientes tres años, le llegó la oportunidad poder dirigir su segundo proyecto Ain’t them bodies saints, película sobre una pareja de bandidos (que mucho asociarán con Bonnie and Clyde, pero que a mi gusto la comparación está fuera de lugar, salvo por la similitud de ser bandidos, y no así por los motivos que orillaban a las distintas parejas); que luego de confrontarse con la policía en un tiroteo, la chica hiere gravemente a un oficial, es entonces que él se inculpa del acto y va a prisión, pero cuatro años después, al enterarse de que tiene una hija y que ha sido criada solo por ella, él se fuga de la cárcel para poder estar con su familia.

Con esta segunda película se reconoce ya en Lowery a un autor con cierta sensibilidad que lo caracteriza y distingue del resto de realizadores, un tanto por los personajes desarraigados y perdidos de un núcleo al que busca regresarlos en el desarrollo de sus historias, y la película tuvo cierto grado de notoriedad entre la crítica especializada que pudo verla tanto en Sundance, Toronto o la Semana de la Crítica en Cannes. Pero lo que vino después es quizá algo que otro nuevo director de cine independiente con más pretensión (y lo digo en el mal sentido de la palabra) no habría aceptado: trabajar para Disney.

Entre la realización de un cortometraje, la realización del primer capítulo de la serie de televisión Rectify (algo que es cada vez más común entre directores de cine, tanto jóvenes como consagrados) en el 2016 dirige el remake de la película Pete’s Dragon, en la que si bien uno no podría decir lleva un “sello” del director, es una película por demás bien lograda, una historia conmovedora que toca temas importantes sirviéndose de la figura del dragón, y que además al director le serviría para sus dos próximos proyectos por dos razones.

La primera, le permitiría dirigir con total libertad creativa, y además de una manera muy austera, A Ghost Story, (influenciada en palabras del mismo director por películas como El viaje de Chihiro y Post Tenebras Lux) en la que repite pareja protagónica con Casey Affleck y Rooney Mara (que también protagonizan Ain’t them bodies saints) la que para todos es su obra máxima, y una película muy seria para considerarla a un mediano plazo como una obra de culto y una obra maestra (el mismísimo Guillermo del Toro la incluyó en la lista de sus 20 películas favoritas de todos los tiempos, compartiendo con Roma de Alfonso Cuarón la únicas plazas de películas realizadas en este siglo).

Y la segunda razón, es que en esta trabajaría con el hombre que da alma y vida a la película que trae a colación la razón de escribir este texto, ahora sí permítanme escribirles sobre The old man & the gun y Robert Redford.

La película va sobre un hombre llamado Forrest Tucker, que luego de ser atrapado y haberse fugado varias veces de la cárcel, se sigue dedicando a su avanzada edad a robar bancos pequeños por el placer que esto le produce en la vida, solo con su arma y sus buenos modales, lo que hace que los asaltantes se sientan bien de darle el dinero a este “caballero” (incluso el título en español de la película es Un caballero y su revólver).

No lo hace por una cuestión económica, no por una cuestión de avaricia, sólo por la emoción y la adrenalina que le produce hacer esto, lo que lo hace sentirse vivo. Contrariando esta imagen del educado y feliz ladrón de bancos, tenemos la figura del policía John Hunt, que va tras su rastro, un joven que parece ser infeliz a pesar de hacer lo que le gusta y de tener una hermosa familia.

Se da cuenta que no es feliz porque cree no estar haciendo la diferencia, no es hasta que indaga más en el caso, una vez que este le es quitado por convertirse de orden federal (luego de que el “caballero” y un par de amigos de la misma edad atracan un banco más grande en el que las cosas no salen bien, y que a la postre hará que uno de ellos lo traicione) conoce la historia del “caballero”, y cuando por azares del destino se encuentran en el baño de un restaurante, y luego de que el FBI lo aprehende, (la escena de la persecución es una de las mejores escenas que he visto en últimos tiempos por todo lo que implica en la película misma) cuando regresa a casa con su esposa, y este le dice que le da gusto no haber sido él quien lo atrapara, se le nota diferente en semblante, ahora se le ve feliz.

La película puede por un sinfín de razones ser cuestionable. Por una parte están los hechos reales que la inspiran, ya que el verdadero Forrest Tucker era todo lo contrario al Forrest Tucker de la película, un hombre en demasía violento y que solía realizar los atracos con muchos hombres, y aquí se puede notar la mano del director para transformar una historia y hablar sobre la notoriedad y el paso del tiempo en alguien y la posteridad de sus acciones y cómo pueden trastocar la vida de otros sin saber que lo son, exponer las maneras en que un hombre puede ser feliz, y crear una catarsis en un personaje a través de la ficción, aunque en la realidad haya sido completamente distinto, y aquí es donde las películas pueden ser valiosas desde el arte mismo.

En este punto también se puede notar el por qué Robert Redford, con lo reconocido que ha sido por su labor altruista, de activismo en innumerables movimientos y causas tanto en el mundo del cine como productor y director y fuera de este (incluso el hombre se dio el lujo de actuar en la que para mí es la mejor película del universo de Los Vengadores: El soldado del invierno), eligió esta historia para que fuera su última película como actor, y por qué decidió que fuera Lowery quien la dirigiera.

Las razones que son más llamativas es el hecho de que, conociendo el antecedente de Ain´t them bodies saints en Sundance, (un festival al que Redford está más que ligado) que además de ser una película de bandidos amantes, personajes poco estereotipados, Redford vio reflejada la misma esencia de toda su carrera, un hombre que siempre buscó el desafío de interpretar papeles que le demandaran y no lo mostraran como un chico guapo más en Hollywood.

Con lo acertado de la película hay ciertos detalles que de haber sido explorados y explotados de fondo, podrían haberle dado otra coyuntura u otro énfasis y convertirla en una obra mayor; pero el gran logro de la película es que, a la vez que registra una muy digna última actuación por parte de Robert Redford, esta se convierte en un homenaje en la escena en la que el personaje del policía (interpretado por Casey Affleck) llega a la identidad de Tucker y su historial de fugas.

Lowery se sirve de la obra a lo largo de la trayectoria de Redford para dar vida a las hazañas del “caballero”, con películas como Butch Cassidy and The Sundance Kid (muchos dicen que de acá salió el nombre de la fundación, y a la postre del festival), El Golpe y Todos los hombres del presidente; con lo que hace además de atractivo al acto como tal, el homenaje sirve en función de la película misma y del personaje, no sólo está por estar.

Si bien Lowery no puede ostentarse el papel o la notoriedad, o siquiera pertenecer al grupo de directores como Nicolas Winding Refn por su estética, o Edgar Wright por su dinamismo, o jóvenes directores asiáticos por su narrativa, David Lowery es, como ya lo mencioné, esa otra cara del cine independiente norteamericano que apremia a trabajar de manera correcta con proyectos ajenos, y tener una distintivo autoral sin ninguna pretensión o excesiva referencia externa, siempre poniendo por delante la historia y su buen desarrollo, algo que lo apega, desde mi perspectiva, a realizadores franceses contemporáneos como Françoise Ozon y Melanie Laurent. David Lowery es un director de cine que hace bien las cosas sin necesidad de ser disruptivo.

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