texto y fotografía LUIS ABEL CHÁVEZ BERMÚDEZ
Ernesto “El Güero” Orozco Muñoz, una enciclopedia viviente de anécdotas, historias y vivencias de aquellos grandes cines de la ciudad de Durango. “El Güero”, quien trabajó como proyeccionista de cabina de cine de 1975 a 1983, relata cómo se inició en esta actividad a la temprana edad de 13 años; sus inicios haciendo trabajos de limpieza, acomodador de personas, entre otras funciones, hasta lograr aprender el oficio de cácaro. Recorrió todos los cines de la época: Cine Durango, Dorado 70, Principal, Victoria, Alameda, Insurgentes, 2000, 2001, Silvestre Revueltas, Dolores del Río y Buñuel, por lo que conoció el vaivén de los cines, el tipo de públicos que asistía a cada uno de ellos, y la importancia que tenía para la gente el ir al cine. Por medio de su relato narra cómo era el trabajo de cácaro, las características y peculiaridades que tenían esos cines.
***
Yo tenía aproximadamente 13 años, no quise estudiar, me echaba la pinta de la escuela, como se decía o se sigue diciendo, y me empecé a asomar al Cine Durango en las mañanas; comencé ayudando a barrer y cuando cumplí 14 años ya estaba laborando oficialmente en el cine. Cuando yo llegué el Durango pertenecía a la Compañía Operadora de Teatros (COTSA), el gerente general era el señor Narváez, un hombre chaparrito de un carácter fortísimo, que no te podía ver perdiendo el tiempo ni platicando porque te llamaba la atención; aprendí mucho de él.
En aquel entonces existía y sigue existiendo el Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC), para poder trabajar tenías que ser miembro del sindicato. Todos los trabajadores que entrábamos de recién ingreso se nos llamaba meritorios, mucha explotación laboral en aquel entonces, mientras los integrantes del Comité Ejecutivo o como yo le llamo “Comité Justiciero” no laboraban, nosotros por ser de nuevo ingreso teníamos que trabajar por ellos, sin goce de sueldo y sin derechos absolutamente a nada.
El sindicato nos asignaba los puestos, en la tarde era de portero, en la taquilla o de intendencia. Los horarios eran de las 8 de la mañana a las 4 de la tarde, y de 3 a 11 de la noche; y de 11 de la noche a 7 de la mañana al velador. Así consecutivamente nos turnábamos, éramos movibles, con nosotros hacían lo que querían, era una injusticia. A veces no teníamos ni tiempo de salir a comer; nos dejaban desde las 8 de la mañana hasta las 11 de la noche.
Como trabajador de intendencia el horario iniciaba a las 3 y media, a la hora que se abría la taquilla. Tenía que darle una “manita de gato” a todo el lobby, revisar que los botes de basura estuvieran en su lugar, apoyar en la dulcería por si hacía falta algo, en general que todo se encontrara en orden. En el intermedio o al terminar la segunda película había que abrir cortinas. A veces surgían otros detalles como cuidar la taquilla o la puerta de entrada, mientras los encargados hacían alguna acción emergente.
El Cine Durango contaba con 2 mil 10 butacas, las cuales se dividían en seis secciones, tres arriba y tres abajo, tenía sonido cuadrafónico, pero muy pocas veces se usó porque retumbaba mucho, inclusive yo tengo entendido que el falso plafón del techo se cuarteó precisamente por eso. Al público que asistía se le llamaba la burguesía, porque la gente más humilde, de pueblo o de las orillas, asistía al Victoria y al Alameda, o sea cada cine tenía su tipo de público; como que había cierto clasismo. En aquel entonces había permanencia voluntaria, por lo regular se proyectaban dos películas que se repetían después. Había quienes llegaban desde que abrían la taquilla, a las 3 y media, y se iban hasta las 11 de la noche, con un costo de cinco pesos.
En el Durango se estrenaban películas de Hollywood, pocas veces se proyectó cine mexicano. Una de las películas que me marcó fue La India con Isela Vega, yo tenía en aquel entonces 14 o 15 años, y pues era para adultos. Como trabajador muchas veces a uno le restringían la entrada por el hecho de ser menor de edad, y que pudieran llegar inspectores, pero esa película sí la vi y la recuerdo a la perfección. Otra de las que recuerdo muy bien, de las mejores que he visto, es El Resplandor. También se estrenó la película Pink Floyd: The Wall; fue todo un acontecimiento. Como un evento especial se estrenó la película Harry El Sucio; Charles Bronson era uno de los actores del momento, o mejor dicho de aquellos a los que llamaban monstruos de la cinematografía mundial.
En todos los cines había únicamente una taquilla, en el Durango la taquillera era Miss Terry Alvarado, aunque daba la apariencia de gruñona, era una persona muy fina, muy amable; cuando había estrenos había que vender miles de boletos. Era toda una familia, los Alvarado, que de cierta manera hicieron un monopolio porque inclusive el Secretario General todavía del STIC es Alvarado. Hoy en día tú agarras tu teléfono, bajas tu aplicación y ya puedes comprar tus boletos en línea. En aquel entonces llegabas a las 3 y media, y el Cine Durango se caracterizaba precisamente por eso, tenías que hacer unos filonones tremendos. Por lo regular se proyectaban dos películas, la de estreno y la otra complementaria, de segunda o tercera corrida; había gente que llegaba desde la primera función para ver las películas dos veces. Tiempo después fue el cine Durango el que empezó a proyectar solo una película.
El Cine Principal, ahora ya convertido a su vocación original de teatro Ricardo Castro, sigue contando con la misma cantidad de butacas, alrededor de mil 800, no fue modificado al convertirse nuevamente en teatro en los años 90´s. Se pasaban pocos estrenos, recuerdo una película muy impactante que causó revuelo: El Exorcista. En el lobby de la entrada estaba la dulcería, pero también había otra dulcería pequeña en el descanso de las escaleras del lado derecho, instalada ahí para comodidad de la gente, para que no tuvieran que bajar.
Ahí era toda una odisea porque la parte de arriba es un laberinto. En este cine se preparaban los sándwiches, palomitas de maíz y otros alimentos para surtir las dulcerías de todos los cines pertenecientes a la Compañía Operadora de Teatros. Cómo olvidar a aquellos chamacos revoltosos que se sentaban en el segundo nivel y desde arriba aventaban palomitas y copas de plástico. Una anécdota curiosa, los veladores como iban en la noche, convertían los cines en una cantinita, se juntaban todos los trabajadores a jugar baraja, a “pistear” y hasta llevaban muchachas.
El oficio de operador de cabina era ejecutado por gente, se puede decir, de experiencia, gente mayor. Eran señores muy celosos de su trabajo porque ahí lo más que podías aspirar como trabajador de una sala de cine era a operador, o como vulgarmente mucha gente lo seguimos conociendo, como “cácaros”. No querían enseñar a nadie joven, me imagino yo que era el temor a ser desplazados. Me inicié como operador de cabina un día en el que, por alguna razón, me enviaron al Cinema Dorado 70, ahí estaba Rafael Díaz, alias “El Chichimoco”, un operador de cine muy “tomador”; era de los más jóvenes, pero ya andaba pisando los 40.
La bebida le hacía muchísimo daño, él iba a trabajar, no tomado, pero sí “crudo”, se ponía tan mal que le agarraba la “temblorina” muy feo. Como me tocó trabajar dos días seguidos, por necesidad, este señor empezó a explicarme el funcionamiento de los aparatos, para que mientras él descansaba o se relajaba, yo estuviera al pendiente de la proyección. Así comencé a aprender, me enseñó a montar, a hacer cambios de rollo, a rebobinar; fueron mis “pininos”, con el entendido de que nadie supiera que yo estaba aprendiendo por mi parte, por lo mismo de que había mucho celo en el trabajo de operador de cabina, además de que él podría meterse en problemas por estar enseñando a alguien el oficio.
Así, después de quince días, yo, con 14 o 15 años de edad, ya sabía hacer cambios de rollo de película de 35mm, que era lo más complicado. Sin embargo, alguien “regó el tepache”, por lo que me mandaron llamar del sindicato para decirme que ya se habían enterado de que yo sabía proyectar y dije, - mire, yo no soy operador, yo sé lo que es montar un rollo, hacer cambios y rebobinar, es todo lo que yo sé-. De todos modos, en castigo por haber aprendido, me mandaron de cooperación durante nueve meses a trabajar “dioquis” en el Cine Victoria. Ahí llegaba un material de cuarta o de quinta calidad, todavía con nitrato de plata; durante la proyección de repente se incendiaba y se veía en la pantalla. Así empecé a escuchar los primeros gritos de ¡cácaroooo!, aunque por ser menor de edad el sindicato batalló muchísimo para poder colocarme como operador de cabina.
En el Cine Victoria siempre había dos operadores en cabina, recuerdo muy bien a “El Paisa”, Juan de La Cruz, muy celoso, muy egoísta; cuando fui a sustituir al otro operador no quiso explicarme nada. Todavía estaba yo inocente, sin saber del todo el oficio. Realmente sabía moverle muy poco a las lámparas de carbón, que se tenían qué revisar constantemente para que no bajara la intensidad de la luz. Recuerdo muy bien sus palabras al pedirle ayuda: - ¡ah no, ése es su proyector, éste es el mío! Es su problema, si lo mandaron es porque sabe-. - ¡Ah, qué caray! - Así que a arreglármelas como pudiera. Con el paso de los días alternábamos: él proyectaba la primera, yo la segunda; al siguiente día intercambiábamos. Mientras yo pasaba mi proyección, él se iba a dormir o se sentaba en una butaca a ver la película, sin importarle cómo me las viera para que la proyección saliera adelante. –Oiga, se me reventó la cinta-, -pues hágale como pueda-.
Como Dios me dio licencia, como pude, tuve yo que aprender a fuerzas, y pues el público era el que protestaba cuando se reventaba la cinta ¡cuidado! porque “ahí va el agua de riñón”, aventaban líquidos desde los palcos, más las tremendas “mentadas de madre” que se escuchaban en todo el cine; se acostumbra uno, y al último ya no oyes. La técnica al iniciar una película es primero apagar cierta cantidad de luces, había un dimmer para bajar la intensidad; apagando la última comenzaba inmediatamente la película. Un rollo de 10 minutos duraba 6, 7 a lo mucho 8 minutos de tan mutilado que venía el material. Era un trabajo, ahora sí que rudo o muy estresante, montaba el rollo y corría al otro aparato para que no se te fuera a pegar. Con el tiempo le di gracias a Juan de La Cruz por haberme dejado solo, porque a la larga me hizo un favor con el hecho de que tuve que aprender.
En una ocasión mandaron traer técnicos de fuera porque en aquel entonces nadie sabía reparar un aparato de cine de 35 milímetros, que por lo general era la marca Simplex; vinieron a arreglar ese proyector que fallaba y pues yo, un joven muchachito, ávido de aprender, quería estar presente. Se pusieron de acuerdo con el administrador en la fecha y la hora a la que irían. El administrador a mí me citó a otra hora ya cuando los técnicos se habían ido, no me dio la oportunidad de ver cómo desarmaban y armaban un proyector. Así era el celo o egoísmo que tenían, no querían que nadie los rebasara o los superara.
El Cine Victoria estaba dividido así, la planta baja, luego estaba el primer piso, el segundo piso y Gayola, allá donde no había butacas; había unos bancos de tablas, como cajones largos. No había balaustre de protección, lo único que había eran unos barrotes como pasamanos al frente, yo no sé si alguna vez hubo un accidente o algo, pero arriba era de lo más barato. El público era muy diferente al de los otros cines, inclusive había mucho ligue; los de más categoría iban al Cine Durango; otros iban al Dorado 70; otros al Alameda, y así según su estatus social tenían su centro de reunión, y por lógica los más “jodidos” les tocaba el Cine Alameda y el Cine Victoria. En el Dorado 70 había unas cortinas largas desde el techo hasta el suelo, las parejas se metían detrás y se armaba tremendo “cochadero”.
Era muy raro que en el Cine Victoria se proyectara una película extranjera, por lo normal ahí siempre era cine mexicano: Viruta y Capulina, Resortes, Tin-tan, Clavillazo, El Santo, películas de Luis Aguilar, de Antonio Aguilar. En una ocasión proyectamos El Padrino I y II durante quince días, sí, imagínate nada más para la edad que yo tenía, estar viendo todos los días lo mismo, una y otra vez. Tenía que estar pegado a las ventanillas para cerciorarme de que la película corriera adecuadamente, porque nunca sabías cuando iba a tronarse, y, pues a esperar la reacción del público. A diario se rompía la cinta, no sé por qué mandaban las películas en esas condiciones precisamente al Victoria.
Era todo un show, muy folclórico el Cine Victoria, algo único, nos acostumbrábamos a las “mentadas de madre”; cuando se reventaba la cinta los que se sentaban en las butacas de abajo recibían la lluvia de vasos, de palomitas, de papeles… de todo. Como las butacas eran de madera y el piso de machimbre, ¡imagínate!, empezaba el griterío y pegaban con los pies en el piso y en las butacas. Era un estruendoso espectáculo. En mis inicios estas situaciones me ponían muy nervioso, y significaba solucionarlo “a contra reloj”; tenía que avanzarle unos dos metros para volver a montar, y volver a empezar. Había que hacerlo en el menor tiempo posible.
Muchas veces, cuando se reventaba, había qué apagar el proyector; en segundos ya teníamos que haber montado y echado a andar otra vez el proyector para “apaciguar” a las masas ¡Era tremendo! Quitar el rollo, pegar la cinta, montar, rebobinar y estar al pendiente de los carbones. Cada vez que se terminaba un rollo tenía que abrir la lámpara, esperar a que se enfriara para que no se consumieran los carbones. Todo se tenía que hacer en 10 minutos, era hacer “circo, maroma y teatro”. Añoro todo ese tipo de situaciones vividas, de circunstancias que se dieron en aquellos años. Fue algo único. Es así como me hice operador de cine desde muy joven, y puedo ahora relatar todas esas experiencias.
A mi parecer toda esta experiencia que vivio el señor Ernesto Muñoz fue algo increible a la vez con un sabor amargo por los tratos que le daban en esos entonces y mas pr empezar desde la adolescencia, ya que se vivia a diario con personas celosas que no querían que otras personas avanzaran . En otros puntos que se mencionaron era increible como antes estaban acomodados los cines por clasismo y el tipo de peliculas que daban. Todo lo que vivio el señor Ernesto fue una experiencia que no se olvida ya que trabajo durante toda su vida de operador de cine.
ResponderEliminarAlumna Yaret Dermas
EliminarMe parece algo triste y fuerte lo que escribió y vivió por que antes era algo normal explotar a un trabajador de esta manera. El clasismo siempre ha existido y como Ernesto cuenta, en esa época algo común que bien sabían que era algo que estaba mal pero aun así lo hacían. Creo que este tipo de vivencias dejan un gran aprendizaje. También me asombra mucho el costo tan bajo de los cines en esa época.
ResponderEliminarEntre otras cosas también el no querer que otros avancen por egoísmo hace que las oportunidades de demostrar lo que sabemos no se den, a mi punto de vista creo que eso en parte ha ocasionado que seamos un país tercermundista.
Me parece muy interesante la edad tan ten temprana a la que comenzó trabajar Ernesto, y como aprendió tan rápido a utilizar las cintas de los rollo de las películas. También me pareció muy injusto lo poco que pagaban en esa época en los cines, ya que a parte era un trabajo muy difícil a parte de aguantar gente que se quejara de su trabajo cuando había una falla. Aunque siento que le ayudo mucho a Ernesto como persona vivir todas esas experiencias para su vida. Aunque también no me pareció la forma en la que trataban a las personas siento que fue muy egoísta de su parte el no dejar que otros avanzaran o aprendieran mas de sus trabajos.
ResponderEliminarAlondra Paola Parra Corral
Eliminar