por ÓSCAR PALOMARES
La novela autobiográfica Canción de Tumba, de Julián Herbert, aborda –entre otras cosas- la vida de su madre: ella fue prostituta y padecía leucemia. Parte de la obra fue escrita al lado de la cama de hospital donde la Condenada Maldita –como la llamaba Juana, abuela del autor- moría a diario mientras odiaba el hecho que su hijo, al único a quien gritó “tú ya no eres mi hijo, cabrón, no eres para mí más que un perro rabioso” fuera el responsable de cuidarla. En alguna entrevista Julián comentó que tardó más de dos años en escribirla y no por una cuestión moral ni por conflictos emocionales, simplemente, no encontraba el tratamiento que debía dar al lenguaje. Ganó el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska en 2012.
La desacralización de la figura divina, en cualquiera de las formas que se le presente al creador, al artista, es quizá la gestación más honesta del arte, no la mejor, la más honesta, pues el tránsito que va desde una vena abierta y punzante hacia aquello que aspira a convertirse en un objeto de apreciación es tan doloroso que puede abrir zanjas en el lomo más fuerte.
Matria –juego de palabras entre madre y patria, supongo- que al parecer pretendía mostrar la participación de una persona en la construcción de un país posrevolucionario se inserta en esa dolorosa tradición de forma involuntaria: nos narra la vida de Antolín Jiménez, hombre que de Dorado de Villa pasa a ser miembro fundador del Partido Nacional Revolucionario, diputado, editor y charro, lo anterior mientras de a poco se va descubriendo una historia de ignominia para la familia del realizador. A partir de entonces nos muestra, sin piedad, la llaga aún viva y sangrante de su madre que intenta a toda costa salvaguardar la memoria inmaculada del otrora revolucionario; también la indiferencia de los hijos varones que sencillamente han decidido no odiar, pero tampoco reconciliarse con el padre.
Fernando Llanos, director, se sorprende al encontrar esa veta fértil en su historia y no lo oculta. Los sentimientos mostrados al charlar por primera vez vía telefónica con una sobrina de la primera familia de su abuelo son más intensos que aquellos que podemos percibir cuando escucha –también por teléfono- el llanto suplicante de su madre pidiéndole dejar en paz a los muertos. Ese enfrentarse con la figura materna, con la carga histórica personal, ese bajar del pedestal la figura divina que para ella representa Antolín, humanizarla, exponerla, golpearla donde duele hasta descubrir sus pies de barro en aras de una historia, no sé cuántos seríamos capaces de hacerlo sin que se nos secara la mano.
Matria, como se dijo, ofrece una historia previa, lamentable y triste por ser real: la bola de billar es la prolongación del movimiento de la mano del jugador. Kundera plantea que las consecuencias, por caóticas e inesperadas que puedan parecer o ser, tienen un mismo origen, pues al igual que en una partida de billar, en la vida, el primer movimiento determinará el rumbo completo del juego. En base a lo anterior la construcción de un país y la forma en que opera su realidad actual no es inescudriñable ni mística: habrá que tener buena vista y mirar cincuenta años atrás, setenta años atrás, cien años atrás y preguntarse, quién ganó el lagging y qué bolas golpeó en su primer intento. Antolín Jiménez fue uno de tantos jugadores de aquella mítica partida: sobreviviente de la Revolución Mexicana, quedó como tantos miles: huérfanos de ideales: rodando hacia algo nebuloso y lejano llamado institucionalidad.
De forma involuntaria o quizá voluntaria, pero sin imaginar los alcances que tendría, ayudó a la construcción de lo contemporáneo. Nuestras bases son las fincadas por él y los miles de hijos del movimiento que esperaban ser recompensados por el sistema, y el premio llegó para algunos: que la Revolución me haga justicia fue el eufemismo empleado para la corrupción, el compadrazgo y el abuso. La partida se corrió con ese efecto, y qué puede sorprendernos pues de tal curvatura o destino si antes como ahora los favores o el poder se ganaron con plomazos o billetazos, palabras que al final tienen la misma resonancia, una que viene rompiendo el aire desde que el primer jugador tomo el taco y apuntó su tiro.
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