miércoles, 27 de octubre de 2021

México: el cine que nos quitaron

texto ANDREI MALDONADO

Muchas veces nos quejamos de que el cine mexicano no encuentra espacios para exhibirse y que de hecho es demasiado costoso sacar una producción adelante. Y en efecto, ambas afirmaciones son ciertas, pero hay un por qué. Entender la historia del cine mexicano es clave para que las nuevas generaciones luchen por lo que todavía nos queda, que es más de lo que tienen otros países.

Cine Mexicano: un cine entre crisis

El cine en México alcanzó un gran auge desde la Gran Depresión y hasta poco después de la Segunda Guerra Mundial. Las producciones nacionales eran consumidas al por mayor por el pueblo por cuatro factores: uno, era barato; dos, contaba sus historias; tres, era el único medio masivo de entretención; y cuatro, porque no llegaban películas de los países que estaban en guerra.

El Cine de Oro Mexicano hizo pensar a muchos que ese auge sería algo eterno. El séptimo arte era una auténtica industria que generaba tantos recursos que llegó a superar a la agricultura y la ganadería como fuente de ingresos de los mexicanos: fue la segunda fuente de hecho, únicamente superada por el petróleo, otro ensueño que terminó colapsando, aunque esa sea otra historia.

La primera crisis del cine nacional comenzó a partir de los años cincuenta. El cambio de la vida rural hacia la urbana, los movimientos estudiantiles en todo el mundo, la fuerte influencia de la cultura americana, la llegada de la televisión y la falta de envío de material para filmar al país de parte de Estados Unidos derivó en la caída del cine de oro y un periodo incierto de pocas producciones.

El gobierno de Luis Echeverría, pese a ser considerado el gran orquestador de las represiones estudiantiles y la censura, tuvo cierta tendencia socialista, al favorecer la creación del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) y el impulso a jóvenes cineastas que conformaron el Nuevo Cine Mexicano, con nombres como Arturo Ripstein, Felipe Cazals y Jaime Humberto Hermosillo.

También se creó la Cineteca Nacional, se fortificó el Banco Nacional Cinematográfico y se crearon las productoras Conacite I, Conacite II y Conacine; sin embargo, para el siguiente periodo presidencial, el apoyo del Estado fue retirado de este tipo de producciones y empezó el cine de ficheras, que si bien dio empleo a actores y productores, se alejó del público en general.

Los siguientes dos sexenios no hicieron otra cosa sino llevar a la bancarrota a todas las paraestatales dedicadas al cine, con excepción del CCC, la Cineteca y el IMCINE; más temprano que tarde, Cinematográfica Cadena de Oro, la Compañía Operadora de Teatros, Películas Mexicanas, Continental de Películas y Estudios Churubusco-Azteca terminaron vendiéndose a particulares.

Los desastrosos años noventas

Hasta 1991 el boleto del cine se encontraba dentro de los productos de la canasta básica del mexicano. Un ciudadano en México no solo tenía derecho a comer bien, el estado estaba obligado a suministrarle acceso a un medio de entretención que, además, promovía la cultura nacional y generaba empleos; un precio que llegó a ser de 1 peso el boleto de permanencia voluntaria.

Hasta antes del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, la Ley de Cinematografía contemplaba que las salas de cine exhibieran 50 por ciento de películas mexicanas y 50 por ciento de cintas extranjeras; el Estado contaba con estudios de cine, laboratorios de edición, escuelas, un banco cinematográfico, compañías productoras, distribuidoras y salas para exhibición.

Todo esto se vino abajo debido a diversos factores internos como el mal manejo de recursos, la corrupción, la disminución en la calidad de los contenidos, entre otros, que se conjuntaron con los cambios en la tecnología que afectaron a todo el mundo: la ampliación de número de televisores en cada hogar y la llegada de los aparatos reproductores de Beta y VHS acabaron con las salas.

Pero lo que le dio el puntapié final al cine nacional fue la entrada de México al modelo neoliberal. El gobierno mexicano pactó con Estados Unidos y Canadá el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), en cual no se contemplaba al cine mexicano como un bien patrimonial, como sí lo hicieron los otros países, que impusieron su cine sobre el nuestro.

Fue así que México quedó obligado a disminuir la distribución de las pantallas que tenía el cine nacional. De ese 50 por ciento, que ni siquiera se llevaba a la práctica de manera total, el cine nacional debería disminuir a un 40 por ciento en 1993, a un 30 en 1994, a un 20 en 1995 y a un 10 en 1997, dejando el resto de porcentaje para producciones extranjeras, especialmente de Hollywood.

Las reglas del juego cambiaron y terminaron poniendo el último clavo en el ataúd de los antiguos cines. Esos enormes palacios que dejaron de ser un negocio ante la competencia que significaron los videoclubes, cayeron en el deterioro con la llegada del formato de multisalas, las cuales podían cubrir en un mismo horario con esa desigual distribución de los tiempos en pantalla.

Los cambios de la ley se dejaron notar. Fue 1997 el peor año en producción cinematográfica en nuestra nación, con tan solo 10 producciones y únicamente 8 estrenos en pantalla grande. No había dinero para grandes producciones, casi todo se iba al videohome y poco a poco el mexicano se alejaba de su cine porque no había forma de encontrarlo por ninguna parte.

El cine que nos queda

Para palear la crisis se crearon fondos y estímulos que poco a poco fueron provocando una mayor producción, sin embargo, la sombra del TLC sigue encima del cine mexicano, el cual ya ni siquiera alcanza el 10 por ciento de pantallas que marca la Ley, donde la recuperación de los ingresos es casi nula por parte de productores y directores, pues casi todo se lo quedan las salas.

Un modelo devorador que no parece tener fin. Las óperas primas se van a festivales, las plataformas digitales crean contenido, pero se niegan a pagar impuestos en México, y las multisalas siguen siendo un duopolio acaparador de estrenos estadounidenses. La ley es letra muerta y parece que lo seguirá siendo, con todo y una pandemia encima, porque hay quien se favorece con ello.

¿Será este problema un monstruo de mil cabezas? El cine industrial es un negocio al cual no le importan ni la nostalgia ni el arte. El Estado, mientras siga siendo incapaz de discernir entre promotor y controlador, se mantendrá como un inoperante ente. El trabajo queda en manos de productores y cineastas independientes, quienes deberán aprovechar el streaming para crear nuevo medios de difusión.

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