texto EDUARDO SABUGAL
Aunque puede pensarse riesgosa la idea de adaptar un mito trágico a un contexto brasileño en pleno siglo XX, sin caer en clichés representacionales, Orfeo Negro (Orfeu Negro, 1959), que ganó la Palma de Oro en Cannes, está ahí para comprobar, en una adaptación sui generis, que no es así.
La capacidad de síntesis dialéctica a través de la estética, que representa de por sí el mito, queda de manifiesto en esta película de Marcel Camus. Los mitos son lo que son por su capacidad de traslación, por su constante desterritorialización. El infierno carnavalesco de este filme es la persistencia de un grito y de una pérdida. Eco doloroso del que busca pero también del que se pierde, de lo perdido. Un grito que se repite como conciencia y condena.
Si bien Hesíodo y Homero ignoraron ese grito, Píndaro, Eurípides y Platón se sumergieron en él quizá para alimentarlo más y animarlo como una hoguera. Orfeo vive en cada cabeza que gira hacia el pasado, en cada rostro que se vuelve en el camino, en cada huida y cada amor, desde Virgilio y sus Geórgicas hasta Marcel Camus.
Ni héroe, ni víctima, voluntad humana, impetuosa, que se erige como sol en el horizonte; voz que sale desde el Hades y que se repite fuera de él, en esta tierra en donde las manos de los hombres acarician las cuerdas de sus guitarras y la piel de mujeres hermosas como crepúsculos, tierra donde las máscaras ocultan lágrimas, donde los hombres se tiran al baile como a un barranco.
Una pérdida, un extravío constante, esa es la sustancia poética de Orfeo Negro. La música de Luiz Bonf y Antonio Carlos Jobim, logra actualizar el mito de Orfeo, trayéndonos una Eurídice brasileña que parece estancada en la muerte, fantasmal, y al mismo tiempo petrificada en cada recodo de la facticidad. Decimos Eurídice y es como si estuviéramos viendo a la mujer de Lot, a Eva misma perdiéndose en la memoria ancestral de un paraíso perdido.
Y aquí, en la tierra del oro que vistió europeos, la geografía viene a jugarnos una broma, diciéndonos que el mito trágico no es negro ni blanco, ni se encuentra sepultado en los textos de Eurípides o Sófocles, sino que tiene otros colores y otras geografías, ya no es de esencia brasileña, ni griega, sino que está hecho de algo resuena en medio y que podemos nombrar simplemente como lo humano.
El telón de fondo es un carnaval. No tan surrealista como podría parecernos en un principio, pues qué mejor infierno que toda esa gente haciendo ruido y jugando a ser lo que no es. Ya se sabe: Multitude, solitude: termes égaux, diría Charles Baudelaire. Toda esa música girando en torno a la pobreza, los disfraces, las casuchas amontonadas de las favelas en un desorden vertiginoso, son el Hades latinoamericano, en donde, sin embargo es posible la esperanza del amor.
Marcel Camus, director y guionista, quiso conservar el instrumento musical y los animales que se amansan ante Orfeo, y ese aire de ninfa que Eurídice muestra al caminar descalza y al sonreír tímidamente desde la negrura de su rostro. Belleza oscura, oscuridad bella. Sin embargo Camus shakesperianamente quita la mordedura de serpiente y coloca en su lugar algo más atroz: las manos de Orfeo.
Eurísteo que pretendía el rapto de Eurídice es una figuración de la muerte misma. Con la ayuda de la fotografía de Jean Bourgoin, el descenso de Orfeo a los infiernos es en realidad el recorrido desolador en un edificio lleno de archivos y papeles. Acaso no haya cosa más estúpida para tener constancia de la muerte que un acta de defunción, acaso no exista descenso infernal más desesperanzado que los documentos apilados de los hombres, la burocracia de la muerte.
La actuación de Breno Mello y Marpessa Dawn se unen a la reificación brasileña del mito, en ese memorable y angustioso encuentro de Orfeo con Eurídice, que trasladado al mundo del filme se vuelve la práctica de un rito bastardo, síntesis del catolicismo y de la religiosidad africana. Los portugueses no sólo dejaron miseria y pobreza en Brasil, también trajeron unos diez millones de esclavos negros y con ellos de forma inevitable, el culto Candomblé, que permitía adorar divinidades africanas que se escondían bajo las figuras de los santos, danzas frenéticas y posesiones corporales; culto que hace posible a Orfeo bajar al Hades de Río de Janeiro y oír de nuevo la voz de su amada.
Escena cruel que nuevamente hace desfallecer a Orfeo y que anuncia la muerte definitiva de Eurídice, el rompimiento, la separación eterna. Zeus compadecido por el hombre que ha preferido viajar en la muerte a vivir sin la mujer que ama, les lleva a los dos al Olimpo y allí les concede la inmortalidad. Un Zeus óptico, detrás de la cámara, se compadece también y los abraza en una caída mortal, los hace volver a renacer en los niñitos que al final de la película, bailan y miran el mar mientras tocan la guitarra, en la más pura tradición orfística.
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