texto SAC NICTÉ-CALDERÓN
Un hogar puede adquirir diversas formas. Para los más convencionales, es una casa con puertas y ventanas, el lugar donde crecimos o el que nos hizo madurar. Para los aventureros, es una ciudad en su totalidad: los rincones de cierto barrio, las escaleras de un teatro, una cafetería que no cierra sino hasta la medianoche y las calles que se recorren a esa hora. Para los románticos, bastan los brazos de quién se ama.
Sin embargo, descubrir este espacio puede ser un camino complejo y doloroso, con el riesgo de que ante el menor descuido se convierta en laberinto, y ha sido un tema recurrente tanto en la literatura como en el cine: personajes que buscan desesperadamente un lugar para pertenecer, como si al encontrarlo lo hicieran con ellos mismos. Así, la búsqueda de un hogar no es sólo la necesidad de un espacio físico para pasar los días, sino un viaje de introspección que va de la mano con el anhelo de experimentar, de crecer.
En su carrera, Audrey Hepburn interpretó a una serie de personajes que, por situaciones distintas, perseguían ese sueño, encontrar el lugar correcto y transformarse al descubrirse a sí mismas. Si bien esta evolución se encuentra en Vacaciones en Roma, Sabrina, Mi bella dama y Funny Face, en este texto, sin embargo, hablaré de una “muy encantadora y muy asustada chica, que vive sola, a excepción de un gato sin nombre”: Holly Golightly.
Tiffany de madrugada.
Desayuno con diamantes, dirigida por Blake Edwards, narra la historia de Holly Golightly, una joven neoyorquina que lleva una vida sencilla y sin ataduras, pero a ratos extravagante. Un día, se muda a su edificio Paul Varjak, un escritor que si bien en personalidad resulta ser completamente opuesto a Holly, desde el primer momento el espectador entiende que lo que tienen en común es su condición de seres solitarios. Basada en una adaptación libre de la novela del mismo título de Truman Capote, con George Peppard en el papel de Paul Varjak, la película ha cargado con una polémica desde su estreno en 1961: Capote quería que Marilyn Monroe interpretara a Holly Golightly.
En su artículo “Breakfast at Tiffany’s: when Audrey Hepburn won Marilyn Monroe’s role”, publicado en The Guardian en 2009, Sarah Churchwell escribe que: “como El Gran Gatsby, de Fitzgerald, Desayuno con diamantes es fundamentalmente una historia sobre el sueño americano. La novela de Capote, si no es sobre pesadillas, es acerca de los costos de ese sueño. El filme –como la mayoría de las películas de Hollywood- está enfocado a ver esos sueños como el cumplimiento de un deseo […] como Holly Golightly y Monroe, Jay Gatsby es un verdadero farsante. Pero Hepburn representó un sueño de autenticidad en lugar de imitación, de éxito en lugar de fracaso, de seguridad en lugar de escape […] La película es, en una palabra, radiante; está llena de esperanza”.
“¿Te importa si te llamo Fred?”
Tal vez ahora resulte imposible imaginar a alguien más usando un vestido negro de Givenchy, parada frente al escaparate de Tiffany, o cantando Moon River con una toalla en el cabello. Pero la realidad es que para muchos críticos de cine Hepburn no encajaba con el personaje creado por Capote, pues la perciben mucho más “atrevida” de la Holly que ella encarnó. Sin embargo, hay quien opina lo contrario y es fácil entender el porqué: la actriz le dio una dosis de melancolía que salta en cuánto pretende disfrazar sus sentimientos; cuando finge que no le duele lastimar a Paul o despedirse de Doc Golightly.
Este sentimiento que la rodea recae principalmente en los años que ha estado separada de su hermano Fred. Cada acción que realiza, sus intenciones de ahorrar, de ganar dinero “haciendo lo que tenga que hacer para conseguirlo”, están guiadas hacia el anhelo de estar de nuevo a su lado. Es el único fragmento de su pasado que desea conservar. El parecido de Paul con ese joven del que sólo se sabe que se encuentra en el ejército, es uno de los motivos iniciales de la simpatía que Holly desarrolla hacia el escritor: 4:30 a.m. y Holly ha entrado al departamento de Paul por una ventana. “¿Te importa si te llamo ‘Fred’?”, le pregunta, para minutos después dormir a su lado porque “somos amigos, ¿verdad?”.
Así, la conexión con Paul se vuelve inmediata y, para quién observa, creíble: ella es una “dama de compañía” que recibe “cincuenta dólares para ir al tocador, más cincuenta para el taxi”, cansada de los canallas y “súper canallas” que la persiguen pero cuya presencia suele desaparecer con tanta facilidad que parecen vulnerables a la luz del día. A él lo mantiene una mujer mayor. Casi sin darse cuenta, Holly comprende que puede mostrarse de forma honesta frente a él, y por instinto así lo hace.
Tal vez por su propia soledad, Paul advierte los motivos por los que Holly está asustada y, también por instinto, logra entenderla: comprende que la soledad algunas veces es traicionera, que Holly se niega a darle un nombre a su gato porque aunque busca un hogar, no significa que encontrarlo y establecerse sea menos aterrador que continuar vagando bajo una falsa sensación de confianza. Él ve más allá de lo que su vecina muestra al mundo y siente que, por primera vez, puede cuidar de alguien.
En “La posibilidad de una casa”, Erik Alonso escribe que “Roithamer ama a su hermana ‘más que nada en el mundo’. Y Wittgenstein también. Y Bernhard decía eso mismo de su abuelo. Y mi abuelo de su familia. Como si el amor fuera una representación específica de la construcción, algo que no termina nunca de edificarse, que se erige y se derrumba. Pienso que si la vida sirve para algo, sería para eso: para edificar conos en el bosque, casas en los cerros, para empeñar la vida en las ideas más desmesuradas, para construir con las manos un lugar donde descubrir el mundo”.
Two drifters off to see the world / There's such a lot of world to see / We're after the same rainbow's end… canta Holly Golightly y Paul Varjak, que en esos momentos escribía sobre ella, se levanta de su escritorio para escucharla desde la ventana. La canción parece un aviso: dos vagabundos que persiguen el final del arcoíris.
No es necesario resumir por completo uno de los finales icónicos de la historia del cine, basta decir que Holly, bajo la lluvia, abrazada al gato sin nombre que momentos antes había desechado de su vida con la intención de probar su independencia y que finalmente ha aceptado como suyo, mira a Paul y entiende que tenía razón: “las personas sí pertenecen a las personas”. Y tal vez, en ese breve instante, descubre que ahí radica el secreto del hogar que ha perseguido: el amor para resguardarse de la lluvia, el amor que, como dice Erik Alonso, permite construir un lugar desde el cual se descubre el mundo.
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