por ANDREI MALDONADO
Desde su primera proyección masiva al público con L’Arrive d’un train en gare at la Ciotat en aquél café parisino, donde los hermanos Lumiere hicieron que los asistentes se levantaran despavoridos de sus asientos, el cine comprobó su impacto no solo como una expresión que conjunta a todas las bellas artes, sino que se constituyó como el arte por antonomasia, la máxima manifestación de la rúbrica artística del hombre.
Y es que en el cine existe pintura, fotografía, danza, arquitectura, escultura, teatro, literatura, música y diseño. En él el tiempo juega a no existir, a descoyuntarse para crear nuevos discursos donde se pueda ir de adelante hacia atrás, ir y venir del pasado al futuro y al pasado para volver al presente. En el cine se conjunta la ficción con lo real para que no haya nada de fantasía en las películas, sea el género que sea. En el cine una persona es tres o cuatro distintas, y en ellas nunca se muere realmente.
No se puede negar la capacidad que tiene el llamado “séptimo arte” de generar emociones, hasta nuestros días, similares a las que se vivieron aquel 28 de diciembre de 1895, cuando los espectadores creían que el tren saldría de la pantalla para arrollarlos. Porque ¿quién no ha saltado de susto al ver El Exorcista o algún otro filme de horror? ¿Quién no ha llorado con dramas como La Vida Es Bella o se ha enamorado con los besos de Casablanca o la sonrisa de Amelie? Ejemplos los hay por montones, pues en a lo largo de la historia ha habido (y seguirá habiendo) tantas películas como hombres sobre la Tierra.
Por eso hoy dedicamos un pequeño homenaje a la cinematografía universal en su onomástico número 118, con las películas que son, para cada uno de nosotros, estandartes de nuestra vida, y que nos acompañan no solo en una pantalla, sino en nuestros ojos, y nuestra mente. Bienvenidos a “Las favoritas de Cinéfagos” y, como nuestro nombre lo sugiere, les deseo Bon appétit.
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