texto ANDREI MALDONADO
La riqueza de la cultura mexicana, además de su gastronomía, tradiciones y arquitectura, está muy bien representada por sus relatos, mitos y leyendas, algunos provenientes de sus cientos de pueblos indígenas, otros originarios del tiempo de la Colonia y algunos más construidos en torno a la época revolucionaria. Aparecidos, ánimas, momias, nahuales, fantasmas y monstruos. Espíritus malditos que asolan haciendas, casas abandonadas, pueblos enteros… minas.
Si existe un sitio donde las leyendas son abundantes ese es Guanajuato, tierra de famosas momias y minas abandonadas en donde tiene lugar La Niña de la Mina (2016), dirigida por Jorge Eduardo Ramírez, un relato que aprovecha a la perfección las leyendas populares y le da el toque perfecto: elementos adicionales que la convierten en un mito urbano, propio de la tradición de los juglares, que hacen que el relato cambie de boca en boca, haciendo más grandes los miedos.
Con una producción impecable, donde cada elemento –fotografía, vestuario, arte, caracterización, efectos visuales, actuaciones- ensambla perfecto con el guión, La Niña de la Mina es la herencia viva del terror que filmara antaño Carlos Enrique Taboada, donde el miedo se hace vivo a cada minuto de la cinta, sin dejar de lado el tinte cómico que caracteriza hasta el más asustadizo de los mexicanos. Lo más importante es que esta película abre la puerta a que más leyendas y mitos lleguen a la pantalla grande.
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