lunes, 7 de julio de 2014

GLORIA Y EL ARTE DE COMPARTIR LA SOLEDAD

por ANDREI MALDONADO

Existen diversos tipos de soledades. Cuando es auto inducida, la soledad puede ser el platillo más delicioso de nuestra mesa, el cual nos podemos dar el lujo de compartir o no. Pero cuándo ésta nos atrapa y no aísla de los demás, el dulce sabor de los momentos con nosotros mismos se puede convertir en una amarga hiel que nos deje sin la posibilidad de entablar una relación con alguien, pues es el mundo quien nos expulsa del mundo.

Con el riesgo de estar tomando por asalto una reflexión que debería ir al final del presente texto, podemos decir que el mayor acierto de Sebastián Lelio fue quizás dejarnos una historia sin más comienzo ni final que la imagen de una mujer bailando sola, acompañada de sus recuerdos, la música de los años mozos y la tremenda necesidad de saberse en alguien.

La actuación de Paulina García es de esas que nos deja la sensación de que nadie más podría haber logrado el papel. Gloria encuentra en sus desencuentros amorosos de una noche en la entrada de la vejez a Rodolfo (Sergio Hernández), con quien parece haber conectado de manera especial, sin embargo pronto los roles autodestructivos que cada uno funge los llevarán a una caótica caída.

Una cinta con magistrales escenas, donde los pliegues y la flacidez de los cuerpos a la hora de hacer el amor no convierten el entorno en algo morboso o demasiado dramático; más bien nos permite recordar que para el amor no hay límites de edad, y mucho menos para el dolor y la decepción.

Un filme con todo el toque latino y la armonía del cine chileno, donde no se pasa desapercibido el trabajo de producción de un cineasta consolidado como lo es Pablo Larraín. Gloria no nos enseña, más bien nos impide olvidar que inclusive para estar solos hay que ser empeñosos, o realmente nos quedaremos solos.

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