viernes, 4 de septiembre de 2020

Un Cuento Socialista

texto ANDREI MALDONADO

¡Para matar un insecto nada mejor que Nietzsche! Pensaba Kharib mientras que, con un grueso ejemplar de la Gaya Ciencia, aplastaba a una araña patona en la pared de su baño. El golpe sonó seco ante el silencio del sanitario. Del arácnido sólo quedó una mancha café informe sobre la vetusta pared color almeja. Así, reducida a nada, la vida le parecía sumamente frágil, sostenida con un hilo muy delgado. Al salir de su hogar la sal en el aire lo recibió de golpe. A más de 40 grados el aire en Aralkum parecía hacerse grueso, pesado. Parecía ser un ente con voluntad propia cuyo único objetivo era introducirse en los hogares y cubrirlo todo, o meterse entre los párpados de las personas y hacerlas llorar con el recuerdo de un mar ahora inexistente.

Kharib lo divisó. El Aral, en el horizonte, como una promesa inacabada. El eterno recordatorio de su condición de extranjero ¿cuándo pasó? Tan rápido como el mar desapareció tras el ensueño del oro blanco se crearon las fronteras y de ser un ciudadano de la promisora Unión Soviética pasó a ser un kazajo en tierras usbekas. Sin darse cuenta él también había quedado soterrado entre la arena del mar, ahora del desierto, como las miles de almejas que anteriormente él y sus compañeros pescaban. Se había convertido en una barcaza más de las que ahora se oxidaban en las dunas de los enormes cementerios de barcos que rodeaban el antiguo muelle.

Trasladó en su camioneta la pequeña lancha que le servía para intentar sacar algo de provecho en las agónicas aguas del Gran Aral. Del otro lado del dique estaba el progreso. El Pequeño Aral brindaba a los pescadores la promesa de soñar con un nuevo porvenir y los plantíos de algodón continuaban siendo el hogar de miles de familias. Sin embargo, de su lado no había nada qué hacer. Los ríos ya no alimentaban el afluente y sin una forma de comprobar su nacionalidad kazaja no le quedaba más que vivir en ese desierto que era el lecho marino.

En el camino a la costa vio los camellos esconderse del sol bajo los restos de las embarcaciones. Seguramente para algún turista norteamericano esto tendría algo de significativo, pero para los del lugar no había nada más desalentador que levantarse por las mañanas y ver las enormes grúas en desuso, las naves más grandes que quedaron encalladas en la bahía por no salir a tiempo como él, que nunca creyó que la Unión Soviética se desintegraría. Esta sería su última tarde en el Aral, aquel que de niño le servía de piscina gigante cada tarde después de la escuela en los calurosos veranos del desierto.

Qué más daba a dónde ir, él siempre sería un extranjero, un exiliado. De la Unión Soviética, de Kazajistán, del Aral. En ninguna de las fronteras lo recibirían con buenos ojos, tampoco es que en su tierra lo hicieran. No sabía hacer mucho, aunque podía trabajar de lo que fuera. Ya había sido minero, agricultor y criador de cabras, ahora podía ser maquinista, chofer o cargador, aunque nunca más volvería a ser pescador del Aral. Eso quedaba en un mundo alterno, en la dimensión de los recuerdos. El viento levantó la sal del suelo. Kharib la vio volar, lejos, muy lejos, con rumbo a los Urales, para derretir la nieve de las montañas y hacer río, un río que jamás volvería al mar.

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