sábado, 5 de septiembre de 2020

La Duda

texto BLANCA ESPINOSA

Lo vi en el parque. Caminaba lentamente arrastrando con indolencia sus gastados zapatos de corte antiguo. La chaqueta oscura, demasiado grande para su complexión, se movía al son del viento frío que anunciaba el otoño.

Un sombrero de ala ancha cubría casi la totalidad de su rostro. El delgado cuerpo le daba un halo de misterio que me sobrecogió. Cuando sacó las manos de las bolsas de la chaqueta pude observar que tenía unos guantes oscuros de piel. Tomó un cigarro del bolso derecho, mientras que del izquierdo sacaba unos cerillos. Lo encendió sin prisa y volvió a guardarlos. Dio una calada fuerte al cigarro y lanzó las volutas de humo al viento. Las hojas caídas de las acacias se arremolinaban a sus pies.

Después de un rato en el que pensé que esperaba a alguien más, se sentó en una banca de las muchas que había en el lugar, sacó unos papeles amarillentos y estuvo viéndolos durante un largo rato. Luego los dobló con cuidado. Se levantó y en un instante que me pareció eterno, fijó su mirada en mí. En un gesto por demás infantil, me oculté tras las cortinas. Cuando observé de nuevo el parque estaba tan desierto como siempre en esta época del año.

No volví a acordarme del incidente hasta una semana después, cuando cansado de escribir por horas, decidí caminar un poco para aclarar mis ideas. Durante un par de minutos avancé distraídamente, más de pronto sentí que alguien me observaba. Al voltear, el lugar se encontraba solo. Seguí caminando y al poco rato el sonido de unas pisadas volvió a sobresaltarme, sin embargo a mi alrededor no había más ruidos que los emitidos por los pájaros que, alborozados, entonaban sus últimos cantos antes de dormir. Perturbado, decidí volver a casa.

Al entrar en mi habitación lo primero que hice fue mirar a través de la ventana. Ahí estaba él. Escribió algo en un trozo de papel y lo dejó sobre la banca del parque. En ese momento me di cuenta que esta vez no traía guantes y que su mano derecha era más bien una garra como de pájaro, con largas uñas. Volteó hacia mi ventana y luego se alejó.

Mis ojos desorbitados no se apartaban del papel. Salí de nuevo y me dirigí resuelto a la banca. Tomé el papel y descubrí el contenido. Una solitaria palabra estaba escrita. Era el nombre de mi padre. Había muerto hacía un año por causas naturales según dijeron los médicos, pero el rictus de su rostro, desfigurado por un pánico extremo, me había mantenido en vela por muchas noches. Era como si hubiera fallecido en medio de una espeluznante pesadilla.

Un mes después sucedió. Ahora su esquelética figura se recortó junto al faro que emitía su mortecina luz a unos pasos de mi casa. Sacó una vez más su descarnada garra del guante y escribió en el pedazo de papel amarillento.

Mis pupilas se dilataron y mi frente se perló de sudor. Corrí para alcanzarlo y exigir una respuesta a la andanada de preguntas que se agolpaban en mi mente, pero sólo encontré el viejo papel con un nombre escrito como la vez anterior, sin embargo ahora era el mío. Regresé a mi casa mientras tomaba una decisión desesperada. Tropezando con los muebles que se encontraban a mi paso, saqué una vieja maleta y coloqué en ella precipitadamente algo de ropa. Esa misma noche volé hacia París, donde tenía algunos amigos.

Tres años después, cuando regresaba a mi casa, después de tomar algunos tragos, entré a mi despacho y a tientas busqué el interruptor de la luz. Mis dedos toparon con algo extraño. Encendí la lámpara y con terror vi que sobre mi escritorio se encontraba el temido papel. No era necesario leerlo. Sabía que iba a morir. Entonces una figura penetró por la ventana y una garra de pájaro atenazó mi cuello. En un movimiento rápido provocado más por el pánico que por un intento de defensa, tumbé el sombrero del tenebroso sujeto. Su cara era similar a la de un ave de rapiña, con un enorme pico y unos ojillos que reflejaban maldad.

Nos miramos fijamente y tras un breve titubeo, me soltó y desapareció tan rápido como había llegado. Frente al espejo, mis dedos recorren las marcas que quedaron en mi cuello. Han pasado veinte años y sigo preguntándome qué fue aquello tan terrible que vio en mis ojos, que lo hizo huir de mí.

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