por SETH ÁLVAREZ
Una tarde de 1993, aún no daban las cuatro, cuando Montse llegó algo agitada. — Mañana estará del Toro — me dijo. — Me acaban de avisar que nos dará una charla — puntualizó, con una risita nerviosa. Los dos nos pusimos contentos con la noticia. Guillermo del Toro se había vuelto más conocido después de recibir un premio en Cannes, y como teníamos poco tiempo de haber ingresado al Departamento de Cine, Video y Tv, para nosotros esa visita nos resultaba alucinante.
Por la noche, al llegar a casa, me puse a buscar una de mis más valiosas adquisiciones. El libro para cine escrito por Guillermo del Toro, La Invención de Cronos. Este ejemplar -que aún conservo- fue editado por El Milagro y el IMCINE en 1992. La edición tiene, aparte del texto cinematográfico, algunas fotografías de la película y un prólogo muy interesante de Leonardo García Tsao.
En esta ópera prima del director jalisciense, filmada en 1992, la historia partía de que en 1535 un alquimista construye un extraordinario mecanismo encapsulado. Era un pequeño artefacto dorado en forma de escarabajo que podía convertir a un humano en un inmortal adicto a la sangre. Para mí esta cinta resultó fascinante. Después de algunos años el cine mexicano contaba con una película de género con muchísima calidad y que trataba de vampiros -uno de mis temas favoritos-.
Esa noche coloqué el ejemplar sobre el buró para mostrarlo al día siguiente y de paso lograr que me lo autografiara. Después me dispuse a tratar dormir a pesar de la ansiedad que sentía por la inusual visita. Por la mañana me levanté tarde. Tenía un trabajo pendiente de fotografía y la ciudad de Guadalajara estaba envuelta en un caos. Los camiones iban atiborrados de gente y en determinado momento, hasta hubo un asalto. Al mediodía, por culpa de tanto relajo, ni siquiera tuve tiempo de comer como dios manda.
Al llegar a la escuela, ubicada en esa época en General Coronado e Hidalgo, encontré a Del Toro platicando con el director. Poco después, en la sala audiovisual, comenzó una divertida charla. Al terminar, la conversación que ambos tenían -Del Toro y el director-, la reanudaron en la dirección. Yo esperaba afuera impaciente, cuando llegaron varios alumnos. Entre ellos estaba mi amiga Montse, quien me mostró un libro, similar al mío. -Le voy a pedir un autógrafo — me dijo sonriendo. — No es para mí, es para un amigo — concluyó.
Rápidamente sentí una punzada en el corazón. Palpé en varias ocasiones mi mochila y tuve que abrirla en ese momento para desengañarme: había olvidado mi ejemplar encima de la mesita de noche. Yo todavía me daba de topes en la pared cuando mis compañeros salían contentos de la dirección. Montse se acercó a mí y me mostró el libro firmado. La portada principal estaba decorada de forma impresionante por un dibujo hecho por el mismísimo del Toro. Sólo pude admirarlo ensimismado, no podía hacer otra cosa.
Más tarde, coincidí con Del Toro antes de que saliera a tomar su auto. Alcancé a decirle que admiraba mucho su trabajo. Él asintió con una sonrisa y me dio las gracias. Cruzamos algunas palabras pero como llevaba prisa amablemente se despidió y se dirigió a su coche. Tiempo después, me lo encontré por casualidad en dos ocasiones. Pero para mí mala suerte, esas dos veces, tampoco llevaba el guión conmigo.
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