martes, 20 de mayo de 2014

Viviendo bajo el recuerdo de Sara

texto ANDREI MALDONADO

“Febrero 14 de 1990. La sonda Voyager, a una distancia de seis mil millones de kilómetros, toma una fotografía de la Tierra…” bajo esa sencilla aseveración Diego Luna da inicio a Cada Vez nos despedimos mejor, un monólogo dirigido por Alejandro Ricaño, una obra que por espacio de poco más de 80 minutos transporta al espectador desde el terremoto de 1985 hasta los disturbios de San Salvador Atenco, y desde la Feria del Libro de Guadalajara hasta el sótano de una casa, el cuarto oscuro de revelado donde Mateo le rompe el corazón a Sara.

Dos genios unidos, uno, el de Ricaño, con una sensibilidad poética por la cual se arma de un par de sillas, cámaras fotográficas de diversas épocas y cinco luces sobre el proscenio para crear una danza de claroscuros; y el otro, el de Luna, que es capaz de interpretar no solo al desdichado Mateo, sino también a su solitario padre, a su fallecida madre, a la mujer de sus sueños y a la de sus pesadillas, en una suerte de discurso que salta la temporalidad, partiendo del presente al futuro y viceversa.

El último día del año 1979 Mateo y Sara nacen en el mismo hospital. Él, desde la desgracia del destino que terminaría por condenarle la vida, ella en la primera de muchas circunstancias que los llevarán a conocerse y desconocerse una y otra vez: la fotografía. Partiendo de la premisa del deseo de una segunda oportunidad a pesar de saberse terriblemente desgraciado, y valiéndose de un lenguaje coloquial que mezcla hechos históricos del país con lo cotidiano del día a día de dos almas hechas el uno para el otro pero no para vivir juntos, Luna y Ricaño se vuelven una dupla deliciosa en esta puesta en escena.

Un meta discurso que aborda la nostalgia, la melancolía, el destino, el infortunio y la soledad. Un diálogo interno y externo que se adereza con una deliciosa banda sonora en vivo, y que nos lleva a la reflexión de cuantas veces estamos frente al amor de nuestra vida, y cuántas veces lo dejamos partir. Una muestra de belleza en todos sus sentidos que no deja otro final que el interminable sin-final que es la vida, un urdimbre de emociones en donde se conjuga el recuerdo, el olvido y la desolación. Lo peor -o mejor- es que todo mundo saborea su humor negro, quizá porque por dentro el corazón no deja de llorar.

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