por ANDREI MALDONADO
foto DIANA REYES
Era el 21 de diciembre de 2012… no, no comenzaré a narrarles una escena post apocalíptica basada en el códice maya y no, no es historia de película, aunque sí de cine. Se trata de una proyección que, precisamente, la hicimos un compañero –hoy coordinador editorial de esta revista- y su servidor, con la temática del fin del mundo.
En aquella fecha decidimos proyectar un par de películas y montar una galería fotográfica que girara en el mismo tenor. El día inaugural no estábamos más que él y yo… ah, y la dueña del café, que tuvo a bien prestarnos el espacio. Al día siguiente la audiencia mejoró a cuatro personas más, dos de ellas familiares míos.
El año pasado, por ahí del mes de septiembre, estuve a cargo de una muestra de cortometrajes duranguenses que se presentó de manera ambulante en salas alternativas, cineclubs y universidades. Puedo decir que no en todas las proyecciones se contó con el mismo público, ni en cantidad ni en participación.
Precisamente en la última fecha la concurrencia no era mala, aunque la mayoría eran personas allegadas: familiares, amigos y los mismos realizadores de los metrajes. Cuando una vieja conocida del medio –a la que dicho sea de paso le debo lo mucho o poco que sé de cine- me preguntó sobre cómo me había ido le contesté que bien, pese a que la audiencia no había sido la esperada. Ella me respondió que la mejor audiencia es, precisamente, la audiencia misma.
Eso me hizo recordar todas aquellas veces en que, al realizar un evento, deseamos que el auditorio esté repleto, y que nos lluevan los cuestionamientos, las felicitaciones y los aplausos. No siempre será así, pero eso no significa que el proyecto no haya cumplido su objetivo. Es importante recordar que en cualquier función de cine, de teatro, presentación de libro, en fin, en cualquier manifestación, están los que deben estar, entenderán los que deben de entender y les llegará el mensaje a quien estaba destinado que le llegara el mensaje.
He ahí que en este punto muchas personas suelen equivocarse, hasta el grado de torcer sus proyectos para que puedan ser del agrado de la mayor cantidad de personas, pensando que el éxito se mide en cabezas o butacas llenas. A veces conviene ser tercos, los más necios del mundo, y ser fiel a lo que creemos, encaminándolo a que de una u otra manera su esencia no se pierda.
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